El corte tiene cuatro centímetros. No es muy largo, pero ahí donde está no le gusta a nadie.

De los navegantes como nosotros algunos lectores podrían tener la idea de que gozamos de una felicidad inmensa. Vestidos con poca ropa disfrutando de la vida en islotes con palmeras de ensueño y con unas temperaturas de lo mas agradables. Colgando los pies en el mar turquesa sorbiendo un Gin Tónic, los delfines saltando al lado y en la playa bailan los indígenas con faldas de paja el hula-hula. Recordando con una sonrisa ilustrada como hace años hemos currado en oficinas congeladas. Ja!

En ese preciso momento – y para ser exactos hace tres semanas por la mañana en la lejana Maskeline Bayen el norte de Vanuatu – siento en mi lomo derecho como si un rayo del cielo me acuchillara. Como si acabaran de apuñalarme para cocinar en la gran olla de los caníbales bailarines de la playa. Consultamos nuestro libro infalible Medicina en el mar. Hablamos por radio con unos médicos amigos de Nueva Zelanda que están fondeados en una isla cercana. Luego navegamos a toda prisa por la noche las 90 millas a Port Vila, la «capital» de Vanuatu. Mientras estoy estirado abajo, Imma navegando arriba  preocupada. Ahí el médico me diagnostica una hernia inguinal. Qué tamaño y en que grado es su peligrosidad no se puede saber. Ya que la máquina de ultrasonido parece  una televisión de 1950. Ya soy valiente, pero operar en Vanuatu no entra en mi idea de civilización.

Mas tarde me intervienen en Nouméa (Nueva Caledonia). Un hospital nuevo de trinca, excelentemente equipado y con médicos franceses. Ahora, cosido ya hace una semana, me encuentro de nuevo bebiendo Gin Tónic mirando la playa. Larga vida al colonialismo.